El más afortunado del mundo.
A Paulina, que me ha mostrado quién soy.
Cuando uno ama el cuerpo se vuelve más fuerte. Las defensas se robustecen y el sistema nervioso parece sosegarse. El calor no quema tanto y el frío deja de resecar la piel. Uno puede salir y mojarse con la lluvia y luego tumbarse en el pasto a secarse con el sol y no resfriarse.
Cuando
uno ama no existen los límites ni la prudencia. De hecho, la prudencia es lo
primero que se pierde. Te vuelves temerario, sin conciencia del peligro que hay
allá afuera.
Cuando
uno ama no existe el miedo a la muerte. Se pone la vida del otro por encima de
todo. El instinto de supervivencia ahora es compartido. No importan las caídas,
los empujones, los tropiezos. No importan los raspones ni las torceduras de
tobillo. No importa si todo eso es necesario para que ella esté un tantito mejor
de como lo estaba antes.
No importan las casetas ni los pasajes. Nunca es muy tarde para regresar a casa, ni muy temprano para comenzar a extrañarle.
No
hay excusas, ni vergüenza, ni quejas, ni impedimentos. Sólo ella.
El
problema es que, cuando uno ama y ama fuerte, el amor se puede enfermar. Y no hablo
ya de un amor enfermizo y venenoso. Sino del amor que está tan expuesto, tan a
la vista de todo, que de vez en cuando es como si le diera gripa.
Aparecen
las inseguridades y el miedo, pero no el miedo a morir al que me referí antes,
sino el miedo a despertar y no encontrarla a tu lado. El miedo de perder eso
que es lo que más te importa. Vuelven los fantasmas, aparecen moretones por
golpes pasados. Ideas incoherentes e irracionales, que azotan como latigazos
las paredes del cerebro.
Cuando
uno enferma de su amor, intenta curarlo. Normalmente de la peor manera, porque
se sigue siendo imprudente. Lo que parece lógico, en verdad, es una trampa del
miedo. Una artimaña del maligno para enredarlo todo aún más.
Los
arrepentimientos, la flagelación, el reproche a uno mismo. El deseo cobarde de
no haber vivido lo más bello que se ha tenido, sólo por la debilidad de no querer
atravesar la tormenta.
Pero
no es más que los límites de la mente y del corazón expandiéndose.
Amoldándose a una vida aún más brillante y plena. La solidificación de los
cimientos que sostienen un vínculo real y genuino se construyen desde dentro.
Es incómodo crecer pero es tan reconfortante beber de los frutos del amor que
va madurando. Cuando el compromiso, el cariño, el respeto, el deseo, la ternura
y la ambición se mezclan en proporciones perfectas, cuando día a día se toma la
decisión de ser mejor persona por tu relación, es ahí cuando ningún miedo es
suficientemente grande para soltar lo que se ha construido.
Y
sí, es cierto que el amor no es suficiente. Porque deberá ser incluso mayor la convicción
de crecer junto a alguien que te ha demostrado una cara nueva de la vida, un lenguaje
desconocido, un sistema de valores contrastantes y coincidentes, alguien
que ha venido a sanar heridas que no causó, que te ha enseñado a perdonarte a
ti mismo, a comprenderte mejor. Cuando alguien limpia tus lágrimas con un beso
y te entrega un lugar seguro, como si hubiera sido construido solamente para ti;
cuando te muestran que eres imperfecto, que tus errores y defectos tienen repercusiones
reales, y aún así te eligen cada día, es el momento de quedarse a enfrentar
todo lo que venga.
No,
el amor no es suficiente, pero es el combustible que te lleva a dar el paso, a
tener esa conversación, a pedir esa disculpa, a vulnerarte como nunca lo habías
hecho, a ser valiente de verdad. Afortunado es quien ha desbordado la
plenitud de un amor bien cuidado.
Y
si mañana ella se me va, que se me vaya con el último gramo de sal que
puedan llevar mis lágrimas, pero no me volvería sino el hombre más afortunado del
mundo por haber tenido entre mis manos al corazón que hoy tengo el privilegio
de proteger.
Toco
madera.
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