Piso 15.

 Para Pau, que me acompaña a más lugares de los que cree.

Cerca de cien metros me separan del suelo. Frente a paneles de cristal que enmarcan la mejor vista del edificio, dedico mis exhalaciones a contemplar los volcanes. El Popo y el Izta custodian, lejanos pero constantes, mis anhelos. Los miran escurrir por las vigas que me sostienen. Ante mi se desdobla el sureste del país, entre brumas, majestuoso sólo para quien se detiene a mirar más allá de los cristales de los edificios vecinos.

    Hacia abajo, se observa una alfombra policromática de árboles que adornan la avenida principal de la ciudad. Como si protegieran a los amorosos que deambulan de la mano bajo su sombra. Son los árboles que nos han protegido a nosotros. Los que resguardan nuestros secretos más celosos, los más íntimos. Los secretos que nacen de los momentos en que me miras sin palabras de por medio. De reojo, muy por encima de tu párpado. Pronunciando la sentencia más bella, la de amarte por el resto de los soles que me resten. Una sentencia, para mí, inapelable.

    Mas soy aun más condenado por ser testigo de cómo transita del otro lado del ventanal una cantidad inimaginable de posibilidades. Posibilidades que sólo existen por las ataduras que me sujetan a mi escritorio. Desde aquí, la calle huele a tierra mojada, el aire es más fresco y el sol ilumina distinto las esquinas. Cómplice de delgadas ramas dibuja sobre el empedrado surcos que parecen dirigirse hacia mundos desconocidos. Ríos de luz que quisiera atravesar contigo. Ahorita, en este instante; lanzarme al vacío y que me atrape el sonido de tu voz cerquita de mi oído, o el calor del último abrazo que nos dimos. 

    Nos recuerdo en las sombras del gran pino de la calle de enfrente. El que está junto al café. El que me susurra incesante que te busque hasta que aparezcas. Recuerdo ser tomado por tus manos, acercándome a ti presa de eso que los romanos llamaban numen. El impulso vital sagrado e invisible que hace que las cosas pasen. La fuerza inmanente que permite que una flor brote de una semilla, que el agua se desprenda del cielo y que uno ame como yo te amo a ti. Es el amor que tiene en sí mismo su inicio y su continuidad. Que segundo tras segundo comienza potente a circular a través de mi cuerpo como luz que emanara de cada ventrículo de mi corazón, dirigiéndose hasta cubrir todos los escondrijos de mi ser. Es la gravedad que atrae mi sangre con la tuya. La luz que se enciende en mis ojos cuando te veo llegar. Es el flujo de vida que me mantiene de pie. 

    Pero no claudico aún en mis esfuerzos. La consciencia de saberte mía y la plenitud de saberme tuyo me dotan del aire suficiente para seguir. Para poder mirar cada árbol y encontrar en él una aventura nueva por vivir. Cada esquina, cada calle, cada boulevard, esperan atentos el momento en que tú y yo, juntos los hagamos nuestros. Para que tú y yo, de la mano, paseando como los amorosos de Sabines, los descubramos.  Quiero recorrer mi mundo junto a ti, como Helios recorría el cielo llevando el sol en su carro de oro. Sin que haya un solo espacio en todo este plano que no haya sido nuestro, aunque sea porque una tarde pasamos por ahí, buscando una taza de café. 

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