Boloncho.
Para Paulina.
Por las tardes en que me siento triste, cuando he perdido la esperanza de lograrlo, o incluso cuando he tenido un gran día, vengo a la nevería de siempre, la de la esquina, la que descubrimos juntos.
Primero, me acerco al mostrador y busco con la mirada al señor que siempre nos atiende. Ya me reconoce y le caigo bien, aunque me da vergüenza confesarle que no recuerdo su nombre. Tú y yo, en secreto, le decimos Don Boloncho.
Él me pregunta cómo estoy, si ya salí de trabajar o si solo voy de paso, pero mi parte favorita es cuando me pregunta por ti. Y yo me contengo, sé que si empiezo a hablar de ti la noche podría encontrarme y yo apenas iría por la mitad.
Luego, le pido lo mismo: un capuchino sin azúcar. No importa el calor o el bochorno, la temperatura adentro siempre es perfecta. Cuando entro, examino las mesas, reparo en cuáles están ocupadas y cuáles vacías, pero siempre elijo una en especial.
Tú y yo solemos ocupar dos: la más grande, la que se volvió nuestra mesa, y la de repuesto. La primera no la ocupo cuando voy solo. Es demasiado amplia y si no vas conmigo siento que me sobra espacio; hacer el intento me llevaría a sentir que me haces falta. Siempre me haces falta. Aunque te sepa mía, aunque te lleve en mi. Nunca será suficiente.
Mejor me siento en la segunda. Es más pequeña y está pegada al barandal. Y la silla que elijo es la que mira al semáforo. A esa esquina que ha sido nuestro punto de encuentro desde el inicio de esta historia.
Después, amable y sonriente, mi amigo me lleva el café hasta mi lugar, y ahí, con el primer sorbo de espuma comienza mi ensoñación.
Me permito entrar en un espacio idílico, donde nadie más existe, solo tú y yo. Sin juicios ni reproches imagino, recuerdo y sueño. Observo mi vida desde el primer día. Miro mis logros y mis proyectos. Mis decisiones y todas las veces que tuve que caerme, levantándome más a fuerza que de ganas. Entonces, me agradezco, porque sin todo aquello, no hubiera llegado a encontrarte.
Luego, observo tu vida, la parte de ella que he podido conocer, y la que no, la imagino, me la invento. Hay tanto que aún no conozco de ti, ¡qué fascinante! Porque eres como el cielo; desafiante y misterioso, siempre superando la belleza del día anterior. Jamás lo adornarán las mismas nubes, ni mostrará los mismos colores, pero siempre será el lugar de quien necesita refugiarse. Un inacabable espejo donde uno se descubre. Siempre iluminándolo todo.
A veces, quisiera vivir en él. Pero, por más que lo desee con todas mis fuerzas, jamás tendré la certeza de cómo era el cielo antes de yo poder mirarlo por primera vez. Así que me dedico a admirar el que viene con cada día, es el único que importa.
Y así como al cielo, te admiro a ti. Admiro tus atardeceres y tus tormentas, tan intensas y puras. Soy testigo de cómo el mundo sucede a tus pies y no dejo de asombrarme. Porque sí, eres como el cielo, abarcando todo lo que existe. El tiempo corre, la vida pasa y tú, como la luz, permaneces. Siguiendome a donde vaya, mirándome desde dentro.
Luego mi atención regresa a la espuma del café y recuerdo nuestras risas. La forma en que entrelazas tu brazo con el mío y cómo envuelves mi pie debajo de la mesa.
Sueño que cruzas la calle y te sonrojas al verme. Que nos encontramos para ir a casa. Para que, recostados en el sillón, con tu cabeza en mi pecho y mis dedos en tu cabello, me cuentes de tu día. Reviviendo cómo resolviste el problema que nadie más pudo, la discusión a la hora de la salida y el sabor de jugo que bebiste en la comida.
Finalmente, pago la cuenta y me retiro con un saludo diplomático. Y salgo de la nevería sabiendo que soy el hombre más afortunado del mundo. El que logró robarse las estrellas, subir al cielo y ponérselas de vuelta. El único que fue capaz de conquistar aquello que uno voltea a ver cuando necesita recordar que lo puede todo.
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