Desfasado.
En un suelo que se derrumba, en donde el equilibrio se pierde y la certeza se vuelve duda, donde uno vive pagando el pasado que no vivió con un presente que hemos de pagar con lo que vivamos mañana, yo sólo quiero una pincelada de calma.
Para ustedes.
Cuando lo coloco todo en la balanza de la plenitud, el contrapeso se torna turbio. Mientras mi pasado hoy se ve brillante, alegre, ruidoso, alebrestado, y el futuro promete estar repleto de experiencias que excedan todas esas gratas emociones, cuando miro mi presente, se muestra desolado, lejano, abandonado, solo, rutinario, repetitivo, agobiante, triste. He ahí el cesgo, la ilusión. Nostalgia, creo que le llaman.
Por supuesto que preferiría vivir las risas que me dejó el mes de abril en comparación con la taquicardia que hoy me visita, y la única manera plausible que encuentro para lograrlo ha sido reproducir una cinta inagotable de recuerdos prefabricados, maquillados e iluminados artificialmente, mezclados con expectativas exquisitas de lo que aseguro llegar a ser; y así, cuando menos lo espero me percato de que pasó otra semana. Y es que vivo en el instante pretérito, añorando que el futuro llegue para volver a sentir aquello que recuerdo haber vivído, y que me permita dejar de experimentar el profundo desconcierto que cargo en el pecho.
Pero te repito, ¡oh, gran ilusión la que maquina mi memoria! En mis breves momentos de lucidez se recorre el velo, dando paso a la verdad. Y se me revela que, cuando transcurría en tiempo real aquel pasado que a la distancia se mira tan gozoso, las cosas no brillaban tanto. Cuando miro hacia atrás, el estruendo de las carcajadas se distorsiona, la magnitud de las emociones de intensifica, y la desolación se difumina. Pero sólo es la perspectiva desde la cuál lo observo. Pero es tal mi urgencia de sustraerme de mi momento presente que olvido cómo me sentía en realidad en aquellas ocasiones. Conveniente para mi adicción al victimismo, creer que cualquier tiempo verbal puede conjugarse en alegría y plenitud menos el que estoy pisando ahorita mismo.
Pareciera que no es tan grave, que no tiene nada de malo renacer en la memoria o proyectar metas para cumplirlas algún día. Pero después de pensarlo detenidamente, porque al parecer pensar es lo único que hago, las cuentas no me salen. Me temo que el cociente de la operación es un poquito terriblemente grave. Resulta ser que estoy en números rojos. Yo mismo lo corroboré tres veces y la conclusión es la misma. Efectivamente: me debo vida.
Me concentro tanto en revivir un momento repleto de imprecisiones, prometiéndome que esas falsas remembranzas regresarán mañana, que la vida se me va. Vivo desfasado pues estoy viviendo en un recuerdo incompleto, y al perder la conciencia de dónde estoy terminaré pagando el tiempo que se me va de las manos con las vivencias que traiga consigo el futuro. Estoy viviendo a crédito.
Añade a la ecuación el resquebrajamiento de nuestra sociedad, la tremulación de las estructuras sobre las que caminamos, la premura por conseguir la estabilidad que nos permita vivir la vida que queremos, a cambio de quedarnos completamente inestables. Como si la frustración, y no la forma de lidiar con ella, se volviera canasta básica.
Las noticias derraman sangre, mentiras, cinismo, visceras de todo tipo. Las redes son una galería interminable de falsedad. El entretenimiento nos ha vuelto intolerantes, inmediatos, nos transformó en seres incapaces de concentrarse por quince segundos sin distraerse. Por ello no me culpo ni reprocho las razones por las cuales comencé a vivir en otra realidad. Sólo hay un problema: si no me detengo, llegará el momento en que no tenga con qué pagar el tiempo que debo, y no quiero ni pensar no solo quién , sino qué podría ostentarse como el acreedor de esa deuda.
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