Intrusivo.
Para quienes han sufrido en una tarde de domingo.
Los demonios que hostigan mi sosiego suelen arribar las tardes de domingo. Puede que esto se haya originado en alguno de mis años de infancia en los que carecía de la compañía de mi padre y de la atención y las caricias de mi madre.
Tengo grabado en mi memoria el recuerdo de la calurosa tarde de aquel domingo de marzo. Ese día mi mamá había ido al hospital para hacer de compañía a una amiga suya, y mi papá, como los últimos 22 años que hasta ese momento yo podía recordar, estaba adherido a una extenuante jornada laboral que lo exprimía lo justo para apenas poder mantenerse en pie. Como el hospital se encontraba cerca de la casa de mis abuelos maternos, aproveché para ir a visitarlos y, cuando mi mamá regresara del hospital, ambos iríamos a casa.
En uno de los momentos donde mi tedio alcanzó su nivel más alto, decidí sentarme en las escaleras que daban al patio de la casa. Eran casi las cuatro de la tarde cuando comenzó. ¡Cada maldito domingo es lo mismo! Encontrarme con el abrasador vacío en mi interior que me hacía anhelar algo nuevo en mi vida. Esa ansiedad que me llenaba las piernas de sangre y me generaba la necesidad imperiosa de salir corriendo y que el aire secara las lágrimas que brotaban de mis ojos. Correr, correr y no dejar de correr. No dejar de huir. ¿De mi? ¿De mi soledad? ¿Por qué mi corazón está a punto de salirse de mi pecho? ¿Por qué no resisto el impulso de llorar hasta secar cada ápice de tristeza? ¿Cómo aplaco el dolor de estómago? No lo entiendo. No me entiendo. Quiero salir a la calle y pedirle a la primera persona que pase que me abrace y no me suelte nunca. Que me de la solución a mi tragedia incomprensible. Quiero que alguien me toque el corazón y lo entibie.
¡Cada maldito domingo es lo mismo! Cuatro domingos al mes, doce meses al año, durante veintitantos años. Me merezco un trofeo por obligarme a sobrevivir hasta el lunes y no tomar la decisión.
El aire comienza a ser escaso, pero los árboles se siguen moviendo con fuerza y determinación. Se entrecorta mi respiración y se seca mi boca. Las palmas de mis manos comienzan a sudar y mi pantalón comienza a empaparse por cada intento desesperado de calmar mis nervios.
Intento evocar los recuerdos más entrañables de mi vida. Los besos de mi madre, y la primera vez que mi padre me dijo que estaba orgulloso de mi. Aquel festival del día del niño en el que papá pidió permiso para ausentarse en la oficina. Apuesto que nunca me confesará que no le pagaron el día. Intento reproducir frente a mi la primera vez que me enamoré, la primera vez que alguien consoló mi corazón roto, y la primera vez que me di cuenta que había encontrado a la mujer con la que me casaría.
Me obligo a no llamarle. No molestar a la mujer que amo porque lo último que necesita es ser testigo de mi colapso. Hoy no. Hoy tiene una prueba importante en su trabajo. Es la mujer más maravillosa del mundo. A veces me da miedo no ser suficiente. ¿Y si se da cuenta que no soy el hombre de su vida? ¿Y si decide partir y bifurcar el camino que ya veníamos recorriendo? ¿Y si no soy suficiente, ni tengo la fuerza necesaria para resistirlo?
Recuerdo la primera vez que probé el alcohol. Bastó una cerveza para perderme en una urdimbre de ideas que se disolvían. Tenía once años. Nunca imaginé todas las veces que me embriagaría después de ese momento. Perdí dinero, llaves, tarjetas. Perdí mi dignidad, el respeto por mi mismo y le falté el respeto a muchas otras personas. Desperté sobre azulejos pegajosos que olían a podrido. Con moretones y dientes flojos. Dejé de cuidarme tantas veces que me sigue sorprendiendo haberlo logrado hasta el día de hoy.
Viene a mi la imagen de la madre de mi mejor amigo dentro de un ataúd. El abrazo de un adolescente que intenta dotar de paz el corazón de otro adolescente que ha perdido todo en su mundo. Un punto de quiebre. Imaginarme qué pasaría si fuera mi madre. Recuerdo la imagen de la nota periodística que anunciaba que un joven había decidido aventarse de un quinto piso. Ese joven solía andar en bici conmigo. Salíamos los domingos por las tardes. Llegábamos a la tienda de la esquina con el sudor escurriendo por nuestros ojos, con nuestro cabello peinado en forma de espinas empapadas.
De nuevo intento centrarme en mi presente. Aquí estoy. Estoy bien. Intento respirar sin que el flujo de aire se interrumpa. Quiero vomitar. Pero no he comido mucho. Va a ser pura bilis. ¿Y si ella no me elige a mi para construir una vida juntos? No hay manera. ¿O sí? Lo más posible es que yo lo termine arruinando todo. Nadie quiere estar con alguien que a la mínima provocación colapse y pierda el control. Sigo sin entenderlo. Sigo sin entenderme.
No le encuentro sentido. Me dedico a solucionar los problemas más delicdos de la gente. Luchar por la libertad de las personas, moldear la justicia a mi gusto. Me dedico a ser la fuerza de las personas que no pueden ser fuertes. ¿Dónde está esa fuerza cuando la necesito? ¡No logro enconntrarla! ¡Me urge para gritar por ayuda!
Decido tumbarme en el suelo del descanso de las escaleras. Me tiemblan las manos. Mis dedos comienzan a deformarse ante mis ojos. Alguna vez leí que el ser humano estaba diseñado para no herirse a si mismo, por lo que si alguien intentaba arrancarse un dedo con los dientes, el cuerpo automáticamente reaccionaría y no liberaría toda la fuerza que la tarea requiere. ¿Podría intentar asfixiarme hasta desmayarme y dejar de sentir?
Me coloco bocarriba y miro el cielo. Es aún de día pero se llena de estrellas. ¿Estrellas a las cinco de la tarde? Seguramente es mi presión arterial que salpica el firmamento de luces diminutas. La antesala de mi muerte. Por cierto, ya casi son las seis.
¿Y si me abandona? ¿Y si mi amor no ha sido suficiente? ¿Y si la vida sólo nos puso enfrente para aprender a amar y luego aprender a amar de lejos? Que nadie me escuche porque me tacharía de loco. De incoherente. Me tacharían de débil. Me siento débil.
¿Por qué todo puede cambiar en un minuto? ¿Por qué me perdí? ¿Ya me había encontrado?
Vienen a mi las últimas palabras que le diría a mi madre si estuviera aquí, presenciando mi agonía. "Perdóname, mamá. No aproveché el tiempo que tuve contigo. Desperdicié años fragmentados en minutos, esparcidos un día sí y un día no. Fui un mal hijo, estoy seguro de eso. Frustré tu futuro y tus ambiciones. Y a pesar de sentirme culpable de ello, supongo que lo único que me queda es agradecerte. Por cada caricia, cada beso. Cada noche dedicada a sanar mis heridas, a curar mis dolencias. No pude tener a una mejor madre. Una mejor guía. Soy lo que soy gracias a ti. Y eso es decir muy poco. Me apena ser tan poco".
A mi padre: "Sé que hiciste lo mejor que pudiste con lo que tenías. Sé que fuiste mejor padre que tu padre, y que me protegiste a la distancia, a pesar de no haber sido testigo de ello. Sé que lloraste sangre por las noches, después de que te despedías de mi al llegar del trabajo. Escuchaba cómo controlabas tu frustración para liberarla hasta estar fuera de mi vista. ¿Estás orgulloso de mi? Yo estoy orgulloso de tí. De tí y de mamá".
Va oscureciendo. Afuera el sol también comenzó a esconderse. El agotamiento que implica desahogarse comienza a apoderarse de mi. No fue control, fue cansancio. ¿Por qué nadie me escuchó? ¡Ah, cierto! Mis abuelos estaban dormidos. Mis manos se han mantenido en la misma posición. Torcidas, como garras. Creo que estuve paralizado los últimos cuarenta minutos.
Por fin recupero un poco de conciencia y dominio en mis movimientos. Quiero quedarme aquí hasta que amanezca. El suelo está tan fresco. Cierro los ojos. Quiero soñar que soy libre. Que vuelo y nunca me detengo. Que nada duele. Que no soy yo el que se provoca el sufrimiento. Quiero que esto sea un sueño. No lo fue. No recuerdo la última vez que soñé.
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