Sabor a hierro.

Se había quedado ahí parado, mirando fijamente los hilos de sangre que avanzaban sobre el concreto. El insesante tránsito de los autos y la deficiencia en la pavimentación propicia que cada vez se formen más baches; no le sorprendió que la cabeza cayera justo en un pequeño socavón, y a la altura de la frente, un balazo. Hoyo en uno. No, hoyo en dos. Alcanzó a ver el par de ojos que, de llegar unos minutos antes, hubieran mostrado un tono café ; ahora, se veían grises, percudidos, carentes de soplo vital. Ahí, una voz lo trajo de nuevo a la realidad.

    —Son ciento tres pesos, joven —, dijo un viejo canoso y sudoroso que estaba metiendo una caja de cigarros, unas papas grandes y unos chicles en una bolsa.

     —¿Usted vio cuando pasó? —respondió, agarrando con una mano la bolsa y con la otra dándole un billete de doscientos.

    —Uy, joven. Si supiera lo que le toca ver a uno. La cosa está cada vez más cabrona. Ese estaba platicando con otros dos, muy tranquilitos todos. Y, en una de esas, empezaron a gritar y a empujarse, y uno saca el cuete y que se lo quiebra. Los dos que venían juntos se pelaron rápido en una moto y ahí lo dejaron tirado —le explicó mientras observaba el billete a contraluz—. ¿Tiene tres pesos para darle cien? ¿No? Bueno, luego me los pasa.

    Guardó el cambio y se fue caminando sin quitar la mirada de la sábana blanca que se extendía en el aire, cayendo sobre el bulto cada vez más frío. Estuvo a punto de chocar dos veces con personas que estaban detenidas en la banqueta, quienes contemplaban los ríos colorados formados sobre el asfalto. Alguna cualidad hipnótica tiene la sangre. Tal vez es el hierro el que la dota de ese magnetismo. O, como dicen, será que la sangre llama.

    Cuando llegó a su departamento dejó la bolsa en la mesa del comedor y fue a lavarse las manos a la cocina. A lo lejos alguien gritó:

    —Te marqué para decirte que trajeras un refresco, pero no me contestaste —reclamó desde el sillón de la sala un tipo cachetón y con cara de niño. De esos que se ven bonachones desde lejos—. Memo, ¿para qué tienes celular si no lo vas a contestar? ¿Y si me estuviera dando un ataque cardiaco?

    —Si te estuviera dando un paro, estarías muy pendejo llamándome a mí en vez de a una ambulancia —replicó secándose las manos con una toalla —. Dejé el celular en el cuarto, y aunque hubiera contestado, no me alcanzaba para el refresco.

    Los dos quedaron sentados de frente a la televisión, con los pies sobre la mesa de centro y sosteniendo un plato con papas fritas.

    —¿Viste que mataron a un vato en frente de la tienda de Don Luis? Dice que vio cuando le dispararon, pero ya ves que luego es bien chismoso ese pinche viejo. ¿Te acuerdas cuando por su culpa casi linchan al hijo de doña Mari? Ahorita ya había un buen de patrullas, pero sirven para poco. Esos güeyes nada más llegan cuando ya está el muertito todo mosqueado.  

    —¿Y te quedaste viendo? Me sorprende que no te hayas desmayado. Con eso de que eres bien chillón para todo. En una de esas se te baja la presión y quedas como Gasparín. Memín Gasparín.

    Era un chiste malo, pero la imagen de pensarse como un fantasma le removió las tripas. Después de todo, existía la posibilidad, sólo si eres ese tipo de creyente, de que en eso se convirtiera aquel pobre fallecido: en un fantasma penante para el resto de la eternidad. Porque, a decir verdad, quien quiera que haya sido, o lo que sea que haya hecho, terminar con una bala en el lóbulo frontal del cerebro no es consecuencia lógica de ser un pan de dios. Si había algo más después de la muerte, a este no le iba a salir el boleto para ir a dar al cielo.

    Tenía grabada en la mente esa mirada perdida. Aquellos ojos enlodados, era como si le hablaran: “Guillermo…”, “Guillermo…”

    —¡Guillermo! —repitió por tercera vez el monigote que estaba sentado al lado de él y que se le había quedado viendo con los ojos bien abiertos.

    —¿Qué quieres?

    —Tu celular está sonando —masculló con una papa a medio masticar.

    Ah, sí. El celular. No había pensado en él desde que salió a la tienda. Lo había dejado arriba de la almohada en su cama. Caminó con pasos largos y apenas logró contestar antes de que la llamada se cortara. Del otro lado de la línea se escuchó una voz de mujer:

    ¿Estás solo?

    —Manuel está en la sala. —Cerró la puerta, girando la perilla con la palma de la mano completa para absorver el ruido.

    Pensé que sólo se iba a quedar dos días contigo —respondió tajante aquella voz.

    —Es mi hermano, no podía decirle que no se quedara, ni lo iba a correr. No sabe nada. Te aseguro que no va a ser un problema —susurró, pero no hubo respuesta —. ¿Cuándo quieres que lo haga?

    Mañana a las doce. Ya está todo arreglado. No la vayas a cagar, Guillermo—. Sentenció la voz, y luego colgó. 

    En cuanto terminaron de hablar apareció una alerta de batería baja. Conectó el celular y se quedó parado frente a la ventana. A esa hora, y a pesar de todas las luces urbanas, sólo se podía obsservar oscuridad. Qué triste es vivir en una ciudad donde el cielo no se atreve a mostrar sus estrellas. El frío de la noche le caló en los huesos y se sintió mareado. Con sabor a metal en la boca. Todo en el aire tenía un amargo olor a hierro.

    Manuel estaba prendiendo un cigarro en el balcón de la sala cuando Memo salió con un cenicero en una mano y en la otra un par de cervezas. Le dio una a su hermano y después puso el cenicero en el barandal.

    —Mañana voy a salir como a las once. Voy a ver a unas personas para ver si me conectan para un trabajo nuevo. No sé bien a qué hora vaya a regresar. De todas formas, tú come temprano y no me esperes.

    —¡Ay, padrino! Ponte algo bonito —. Desde que eran adolescentes, a Manuel se le hizo costumbre decir eso cada que se presentara la ocasión. Cuando Memo le preguntó por qué lo hacía, la respuesta lo aturdió. “Porque nunca sabes si esa va a ser la ropa con la que te vas a morir. Qué pena si te mueres con tu playera del Cruz Azul y con un short todo feo. Directito al Gráfico”, le dijo aquella vez.

    —Obvio. Me voy a llevar mi traje gris. El mamalón—dijo, guiñándole el ojo—. ¿Me pasas el encendedor?

    De nada le sirvió el consejo. El día que sepultaron a Guillermo, no pudieron ponerle su traje gris. Le habían quedado los siete agujeros de bala que no pudieron remendar.

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