La fuga (2019).
Gas: Fluido
sin forma ni volumen altamente inflamable que se caracteriza por su baja densidad y tiende a expandirse,
como el aire.
Aquella tarde fue más gris que de costumbre. Era extraño, todavía
quedaban restos de luz de día, pero era como si el paisaje se viera a través de
un par de lentes oscuros. El sol se había escondido entre nubes negras y
marrones que habían traído un aire seco y caliente, y aún se podía palpar el bochorno
de los días de verano. Era imposible que cayera una sola gota del cielo.
Dos patrullas rompieron el escándalo de las hojas y el aire
con el estruendo de sus torretas. Atravesaron
la calle a una velocidad encima del doble del límite permitido en el área residencial. A lo lejos, en la
esquina de la calle se veía una multitud, un grupo de, quizás, más de veinte
personas. Ninguna ocupando el mismo espacio que la otra pero todas viendo hacia el mismo lugar. Un tubo vertical partido, como un
brazo fracturado. Los dos carros aparcaron antes de llegar a la esquina. Era
prudente mantenerse lejos. Una cuadra completa no hubiera sido suficiente. Cuando los oficiales
bajaron de los autos fueron golpeados por un olor
funesto. Un aroma a metal. La inconfundible fragancia del gas.
Clara estaba sentada en una mesa pequeña, una mesa para dos. Las sillas
de madera daban la impresión de poder quebrarse en cualquier momento. Una
mesera se detuvo frente a ella mirándola con cierto recelo, como si la juzgara
por ir sola a cenar un viernes por la tarde. Luego de tomar su orden, se retiró
hacia la cocina, mientras Clara la miraba. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinte?
Veinticinco a lo mucho. Era más joven que su hija. No había cumplido los
veinticinco cuando decidió dejar de hablar con su Clara. Era de esperarse. Un
día simplemente dejó de contestar las llamadas, y Clara se esforzaba en
aceptarlo. Conocía la razón. Una hija puede endilgarte la responsabilidad de
ver destruida a su familia; no importaba si tu esposo ya estaba celebrando los tres
años de su segundo hijo con otra mujer. Era simple. A los ojos de su pequeña,
Clara tenía la culpa.
Desde que llegó su comida, Clara tuvo los audífonos puestos
en todo momento. Escuchar programas de radio la mantenía ajena al dolor, a su
verdad. Cuando terminó de comer sus huevos divorciados (siempre tuvo algo de
acidez en su sentido del humor) se levantó y pagó la cuenta. En la caja, detrás de la mujer que estaba registrando los
montos de las cuentas,
había
un espejo. ¿En qué momento se descuidó tanto? El tinte de su pelo había dejado de hacerlo ver rubio y le
había dado un tono un tanto sucio. Sus ojos se habían rodeado de una sombra indeleble
y la piel de su cara estaba
manchada. Recordó la vez en que, mientras esperaba en la lavandería, leyó un
artículo en una revista que decía que el humo excesivo del cigarro podía pintar
la piel de un gris blancuzco. Había bajado de peso. Seguramente el estrés.
Había vuelto a tomar pastillas para la ansiedad pero su cuerpo no siempre las
procesaba. Tomó una, aunque no fuera la hora que le dio su doctora.
—Son ciento cincuenta pesos—dijo la cajera con una mirada
inexpresiva, perdida en la promesa de que le pagaran las horas extra.
Clara buscó dentro
de su bolso el dinero. No
tenía cartera. Guardaba los billetes, arrugados, en un apartado donde se habían
mantenido seguros una vez y que no dejó de usar hasta entonces. Pagó con un
billete de doscientos tan viejo y usado que parecía que también él necesitara medicarse.
Cuando le entregaron su recibo y su cambio se dirigió a la puerta y, con las
mismas fuerzas que solía emplear para respirar profundo, empujó. Al salir
necesitó diez segundos para recuperar el aire que le había costado semejante
esfuerzo.
Cuatro cigarros después, ya estaba a pocos minutos de
llegar. Caminaba siempre alrededor de una hora porque había tenido que vender
el carro para auxiliar a su mamá en los gastos de una operación. Estando a dos cuadras
de su casa, dobló la
esquina. A lo lejos pudo ver algunas patrullas con las luces encendidas y a
varias personas moviéndose de un lado a otro, como si estuvieran nerviosas. Si no hubiera
tenido puestos sus audífonos, o si tan sólo hubiera estado mentalmente
presente en ese momento, hubiera podido escuchar las voces lejanas: “¡Salgan!”. “¡Salgan todos!”. “¡Manténganse alejados!”.
Clara siguió caminando
con otro cigarrillo apagado en los labios, sin reparar en las personas que estaban a su alrededor
ni en lo que estaba pasando y, mientras lo hacía, pudo sentir un olor peculiar.
Un olor dulce. Desagradable pero dulce.
Si ese día no hubiera tomado sus pastillas, hubiera podido hacer la conexión. Llegó muy lejos sin que las personas pudieran notarla y detenerla. Entonces encendió el cigarrillo.
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