El último viaje (2020).

Relato seleccionado por el Encuentro de Poetas y Narradores "José Rubén Romero", de la Feria Internacional del Libro de Tacámbaro. 

Al entrar pudo sentir el hediondo olor a metal y suciedad de todos los días.

    —¿A dónde?

    —A la estación de metro.

    —Son siete pesos.

    El viejo ya tenía listas las monedas en la mano para pagar. Ya era rutina: parar en el semáforo, contar siete , cruzar la calle y subir al camión para llegar a casa.

    Examinó el camión y ocupó el lugar donde todas las noches se sentaba. Aquel que estaba frente a la puerta trasera. El lugar perfecto. Siempre tiene una ventana al lado y, en las noches que al camión le duele avanzar por tanta gente, suben por detrás y el chofer debe dejar a puerta abierta. Siempre hay una corriente de aire. Su lugar favorito desde pequeño.

    Se sentó cuidando que el vaso no se derramara. Lo llevaba en la mano derecha, y mientras lo sostenía, en los dedos llevaba sujeta una bolsa de plástico con un refresco de toronja dentro y un empaque vacío de papas fritas. Hacía cinco años que el doctor le había prohibido la comida chatarra. «Es por tu salud», decía el médico. «Podría ser terrible ingerir tal cantidad de sal».

    «A la mierda», pensó. Fueron los doce pesos mejor invertidos de su noche. Veinte, si contaba el refresco. También tenía prohibido el azúcar. ¿Cómo una enfermedad puede joder algo tan delicioso como lo es la comida?

    De pequeño nunca se imaginó estar en una situación así. Recordó las veces que, en esa misma ruta, regresaba a casa con su padre después de ir al cine; él con un helado de chocolate y su padre con uno de menta. Se partía de risa al ver cómo, cual si fuese un cirquero equilibrando en un monociclo, su padre caminaba desde la puerta hasta el asiento con su helado en la mano, tratando de mantenerse en pie mientras el camión avanzaba. En el trayecto, hablaban de la película. Su padre siempre era el primero que terminaba de comer su helado.

    El camión hizo una parada de repente. Un comediante subió a presentar su acto. Pensó que era mejor que subieran a contar chistes a que les robara. El acto final fue una mediocre imitación de un discurso famoso de Cantinflas.

    Eso le recordó la última película que vio con su papá. Su excelencia se había estrenado aquel año. Todo el camino la pasaron hablando del talento innato de Cantinflas. Ese fue el último helado que comieron juntos antes de que su padre decidiera terminar con su vida.    

    El imitador pasó por su lugar, lo miró, le sonrió y siguió caminando. El camión tuvo que volver a detenerse y el artista bajó de un brinco. El viejo se preguntó a cuántos camiones tendría qué subirse aquel hombre para poder juntar lo necesario para una bolsa de papas fritas. 

    El camión volvió a arrancar. El viejo sacó de la bolsa el refresco y lo abrió cuidadosamente para no tirarlo. Abrió la tapa plástica del vasto y sirvió un poco de refresco en él. Mientras el refresco se mezclaba con el tequila se dejó transportar por el olor tan dulce del brebaje; así lo tomaba su madre. Cuando era adolescente, habrá tenido catorce o quince, mientras celebraban el cumpleaños de un primo, mamá le enseñó a encontrar el punto exacto entre tequila y refresco.

    —Esta es la clave de la felicidad —le dijo. La primera vez que él lo probó fue en 1970. Año en que su madre murió, víctima de cáncer de páncreas.

    Una señora de cara cansada bajó en la esquina de la iglesia. La iglesia donde el viejo veló a su padre. La capilla era pequeña y fría, con un aroma de desolación impregnado en el aire. El ataúd fue simbólico. Los de la funeraria dijeron que el cuerpo había quedado irreparable. Que eso pasa cuando alguien se avienta a las vías del tren, dijeron.

    Aprovechó que el camión se detuvo para darle un buen trago al vaso. «En el punto exacto». Sacó su celular de un bolsillo, se puso los audífonos, reprodujo la primera canción que encontró y la música empezó a sonar: Te extraño, como se extrañan las noches sin estrellas.

    Su padre le dejó una nota: Hay leche y frijoles en la cocina. Regreso en la noche. Decidió hacerlo en la estación Chapultepec. En parte lo entendía. Si hubiera tenido que cuidar a una mujer enferma de cáncer terminal, sin trabajo ni dinero, y con un adolescente qué mantener, también hubiera tomado esa decisión.

    Esa noche el asiento le resultó particularmente incómodo, así que se cambió a los lugares del fondo.  Un agujero en el pavimento hizo que el camión diera un salto precipitado haciendo que el tequila casi se derramara. Le dio otro trago mientras Javier Solís le exprimía suavemente las lágrimas, como el agua que cae del vaso cuando está lleno, derramándose lentamente. Desesperado presintiendo tu partida me imagino que te has ido para ver la reacción que sufriremos cuando estemos separados.

    Había un joven en el rincón. Con la cabeza reposada sobre la ventana. Volteó a ver al viejo, lo examinó y regresó a su posición. El viejo lo miró sin sentir una mínima pizca de gracia y volvió a beber. Ese chico podría ser su nieto. Si tan sólo hubiera podido tener hijos. Alicia quería dos niñas, él un niño y una niña.  Después de años de intentar tuvieron que rendirse. Alicia cayó en cama y murió de tristeza (o eso es lo que se dice, porque la verdad es que nadie supo bien). Una mañana ya no despertó.

    Faltaba poco para llegar a la estación del metro. El joven se levantó, tocó el timbre y bajó. El viejo terminó su trago mientras el camión esperaba para volver a avanzar. Esta vez el chofer no cerró la puerta trasera.

    El viejo se levantó y se sujetó de los tubos de metal que enmarcaban la oxidada puerta. Desesperado presintiendo tu partida. Sintió el aire helado de la noche. Cerró los ojos y dejó que el viento, tan frío y a la vez tan tibio, se estrellara con su cara enrojecida. Frío como el helado de menta. Ardiente como el tequila. En el punto exacto. Miró hacia adelante. El camión seguía avanzando. Ya estaban cruzando el puente que desembocaba en la avenida donde estaba la estación de metro. Cerró los ojos y bajó de un brinco. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Boloncho.

Silvestre.

Piso 15.